miércoles, 7 de agosto de 2019

Crónica urbana

El primo hermano de la crónica periodística.
La crónica urbana es un tipo de formato narrativo (eminentemente latinoamericano) que propone darle visibilidad a un espacio generalmente invisibilizado por el discurso hegemónico (es decir, un espacio marginal, precario). La idea, por lo tanto, es un texto en el que se da voz a los que no tienen voz o a aquellos a los que se les niega (por ejemplo, una crónica urbana en la que esté presente una villa, el espacio de la villa).
Este texto tiene mucho en común con la crónica periodística, pero a diferencia de esta (que narra un hecho de manera cronológica) la crónica urbana se enfoca más en describir un espacio. El espacio no tiene una finalidad simplemente decorativa, sino que incluso se vuelve personaje en el sentido de que se torna una figura activa. No es un simple escenario donde van circulando personajes: el espacio adopta las características de un atacante.
La manera en la que describimos este espacio da cuenta no solo del marco en el que se mueven los personajes, sino también de cómo moldean sus acciones.

  • La crónica urbana no relata un hecho de manera cronológica, sino que trata de describir un espacio marginal.
  • Es un subgénero híbrido que tiene puntos en común con la crónica periodística y con el género literario.
  • El estilo es subjetivo, utiliza recursos propios de la literatura y expresa la opinión del escritor.
  • No tiene una estructura claramente definida. Por lo general se divide en título y cuerpo del texto.

Ejemplo:

Red solidaria y noches de invierno

La noche era fría y el cielo despejado dejaba ver tantas estrellas como es posible ver en Buenos Aires. Cerca del Congreso, en una esquina mal iluminada, estaba el punto de encuentro. Era fácil reconocerlos: un par de docenas de personas abrigadas con camperas que sostenían termos de plástico empezaron a dispersarse por la ciudad después de que repartieran las sopitas Quick que algún megamercado había donado para parecer más humano. Los recién llegados que eran nuevos y no conocían a nadie se agregaban al azar en algún grupito con “alguno que ya estuviera canchero”, lo que se traducía básicamente en “que conociera el recorrido y no le diera miedo hablar con la gente de la calle”. La mayoría de las sopitas eran de choclo y de espinaca; las de pollo eran las más solicitadas: aunque tenían el peor sabor, daban la ilusión de ser una comida real. 

La consigna era ofrecerles un vaso de sopa a las personas que vivían en la calle para que pasaran mejor la noche, el invierno, la supervivencia diaria. También se sumaban a la invitación cartoneros y otros personajes más de la noche. Algunos de los líderes de cada grupo (grupito, porque no eran más de 4 o 5 por cada uno) llevaban algunos productos extra (como jabón o desodorante) por pedidos puntuales: cerca de la Catedral dormía una viejita de saco andrajoso que no se resignaba al mal olor. Si entraba en confianza, le contaba al que estuviera dispuesto a creerle que alguna vez había sido abogada, en mejores tiempos. En una plazoleta pernoctaba un hombre siempre dispuesto a pedir jabón; en lo más crudo del invierno seguía bañándose con agua de una canilla medio oculta entre la maleza. Unos chicos, que vivían con una familia en un toldo hecho con frazadas debajo de un árbol, pedían bolitas para poder jugar. Un muchacho, de los de la recorrida, se puso a jugar con ellos en una zona sin pasto de la plaza; los pibes hicieron opi y se rieron de las dudosas técnicas del recién llegado, que mandó sin querer una bolita atrás de un cantero.

Muchos disfrutaban de las noches de recorrida no solo por la posibilidad de un vaso de sopa caliente, sino porque podían conversar con otras personas. Se decía que la calle era jodida, antes que nada, por el silencio. Muchos empezaban a hablar solos mientras vagaban por las calles —los primeros síntomas—. Algunos llegaban a enloquecer por el silencio y eran devorados por la ciudad: nadie los volvía a ver. Se decía que se olvidaban a sí mismos en contenedores de basura y que abrían los ojos —si llegaban a hacerlo— en algún basural, bajo escombros de basura. Otros simplemente se encerraban en sí mismos. En un silencio terco, de mirada clavada en el piso, que nadie podía romper. En general, sobre todo a los novatos, se les decía que tuvieran cuidado con ellos. Los de las recorridas preferían a los personajes de la noche: la pareja de cartoneros que había encontrado unas partituras históricas en una bolsa de basura del teatro Colón o el morochito de Florida y Corrientes que contaba mejores aventuras que Sherezade en Las mil y una noches

Los líderes de los grupitos eran reconocibles por ser los que no dejaban las recorridas cuando tenían parciales en la universidad o cuando se daban cuenta de que repartir un par de vasos con sopa a las personas de la calle una vez por semana no los convertía en filántropos. Cuando se les preguntaba por qué volvían a las recorridas, año tras año, se encogían de hombros. Quizás aventuraban alguna respuesta: que les gustaba ayudar, que les gustaba escuchar esas historias de vida, etc. Realmente no era una pregunta que ellos se hicieran. El invierno los encontraba siempre así: calentando el agua para el termo, listos para las recorridas.

Conceptos tomados del libro La mecha - El taller de escritura y las consignas, de María Graciela Loisi, Pedro G. Palacios y Osvaldo Beker.

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